
La obediencia es una virtud bastante impopular hoy en día y pocas personas quieren oír de ella. ¡Pero cuánto la valorarían y la buscarían si pudieran entenderla como un elemento de amor verdadero! Jesús mismo hizo la conexión entre el amor y la obediencia cuando dijo: “Si ustedes me aman, obedecerán mis mandamientos” (Juan 14, 15). Jesús demostró durante toda su vida que la obediencia es crucial, porque fue gracias a la obediencia que ganó nuestra salvación (Romanos 5, 19). Así que tratemos de redescubrir el significado de esta virtud para que nosotros, al igual que Jesús, encontremos deleite en hacer la voluntad de Dios.
Obediencia hasta la muerte. ¿Qué es la obediencia? Basta un poco de reflexión para darnos cuenta de la gran diferencia que hay entre la idea cristiana de obediencia y lo que normalmente se entiende en otras esferas. La comprensión secular proviene de una definición de Aristóteles, quien dijo que el inferior debe obedecer al superior. La obediencia cristiana, en cambio, no depende de un principio filosófico abstracto, sino de un hecho concreto: Jesús obedeció hasta la muerte. Por tanto, si queremos descubrir lo que es la obediencia cristiana, hemos de mirar a Jesús, “el obediente” por excelencia. Jesús obedeció a María y a José, y a las instituciones religiosas y políticas de su época; pero antes que nada es “el obediente” porque obedeció al Padre.
Los escritores evangélicos insisten firmemente en la obediencia de Jesús. Juan, por ejemplo, subraya que Jesús hizo todo por obediencia a su Padre: “Mi comida es hacer la voluntad del que me envió” (Juan 4, 34). Jesús demostró su obediencia en la forma en que se relacionó con la palabra de Dios. Toda su vida fue guiada por ella. Por ejemplo, cuando fue tentado en el desierto, se resistió citando la Escritura tres veces: “Dice la Escritura... Dice la Escritura.... Dice la Escritura” (Mateo 4, 4. 6. 10).
Jesús estaba decidido a cumplir lo que el Padre inspiró a los profetas a decir acerca de él como el Mesías. Pero la culminación de su sumisión al Padre ocurrió cuando llegó a ser “obediente hasta la muerte, hasta la muerte en la cruz” (Filipenses 2, 8). En su obediencia como Hijo, Jesús se abandonó al Padre, que parecía haberlo abandonado. Su obediencia es la roca de nuestra salvación.
El don y la gracia de la obediencia. ¿Y qué hacemos nosotros? ¿Qué importancia le damos a obedecer al Padre, especialmente considerando que todos hemos hecho un voto de obediencia? Tal vez esto te sorprenda, pero es verdad. En el Bautismo tú hiciste un voto de obediencia. Sí, te sometiste al Señorío de Cristo y aceptaste su autoridad. Pasaste de ser esclavo del pecado a ser siervo del Señor.
Un antiguo ritual bautismal para adultos incluía un rito especial para enfatizar este momento. A los bautizados se les invitaba a girar hacia el oeste, hacia el sol poniente, simbolizando la oscuridad y el reino de Satanás, y luego hacer un gesto de repudio. Según San Ambrosio, ¡esto significaba escupir! Después de demostrar su deseo de separarse de Satanás y sus obras, se volvían mirando hacia el este, hacia el sol naciente, es decir, la imagen de Cristo. Allí se inclinaban para demostrar su aceptación del señorío de Cristo.
Este ritual dramatiza lo que nos pasó a todos en el Bautismo. Llegamos a ser “hijos obedientes” (1 Pedro 1, 14). Cambiamos de ciudadanía y entramos en el mundo nuevo de la obediencia a Cristo, dejando atrás el viejo mundo de la desobediencia de Adán. ¡Esto significa que la obediencia es ante todo una gracia! Es un don que nos pone en contacto vivo con la salvación en Jesús.
Por supuesto, la obediencia también tiene un aspecto de deber. Es una virtud en la que debemos crecer poniéndola en práctica. ¿A quién debemos obedecer? El Nuevo Testamento menciona varias relaciones y aconseja a todos que “deben someterse a las personas que ejercen la autoridad [es decir, que gobiernan]”, porque toda autoridad proviene de Dios (Romanos 13, 1). Sin embargo, es interesante que la palabra griega que significa obediencia —hupakoue— nunca se utiliza con referencia a autoridades humanas. En el Nuevo Testamento, la palabra obediencia siempre significa obediencia a Dios. Una vez más, esto enfatiza que nuestra primera obediencia debe ser a Dios: a su palabra, a su Espíritu y a su voluntad.
Obediencia atenta. Uno podría preguntar: “¿No conocemos ya la voluntad de Dios? ¿No es eso de lo que se tratan los mandamientos y las leyes de la Iglesia?” Ciertamente, nuestra obediencia a Dios exige que respetemos la jerarquía y sigamos las leyes y preceptos de la Iglesia. Pero si nuestra obediencia se detiene allí, ¡estamos en problemas! Jesús no estableció la Iglesia y luego desapareció. Él sigue siendo el Señor de la Iglesia y sigue hablando, no solo a la Iglesia en su conjunto, sino a cada uno de sus fieles. ¡El Espíritu del Señor está dando órdenes e inspiraciones todo el tiempo! Pero ¿estamos nosotros preparados para recibirlos y cumplirlos? La medida en que lo hagamos es la medida de nuestra santidad.
¿Cómo podemos crecer en este tipo de atenta obediencia? Digamos que estás leyendo un pasaje de la Escritura y te llama la atención una palabra o un pensamiento sobre la voluntad de Dios para ti. O a medida que avanzas en tu obra, el Espíritu Santo te inspira a hacer o evitar algo. Si determinas que estas inspiraciones son de Dios, acéptalas y ponlas en acción. Si se refiere a asuntos de importancia, consulta a la Iglesia en la persona de tu confesor, director espiritual o alguien que pueda darte un consejo sabio. De esta manera invitarás al Señor a tomar las riendas de tu vida para que todo llegue a ser un acto de obediencia. ¡Y cuando Dios descubra que estás listo para obedecer, multiplicará las oportunidades para que crezcas en este el mejor de los dones!
¡Muéstrame tu voluntad, oh Señor! Llevarle los casos y preguntas a Dios, ¡qué buen consejo! Consulta a Dios cuando planees un viaje, hagas un gasto, te mudes de casa, compres un auto o cambies de trabajo. Dile: “Señor, tengo que decidir esto. ¿Qué te parece?” Por lo general, no recibirás una respuesta milagrosa ni escucharás una voz que te diga qué hacer. Pero eso no es necesario. Al hacer la pregunta, ya estás renunciando a tu autonomía y dándole a Dios la oportunidad de intervenir. Con el tiempo, te responderá. Incluso, puede que te detenga. A medida que hagas tus planes, tu corazón percibirá qué curso de acción es mejor, ¡y entonces tendrás otra oportunidad para obedecer!
Pero especialmente cuando se trata de asuntos importantes, no solo decidas y luego les pidas a Dios que bendiga tu decisión. Por supuesto, es bueno ir al altar el día de tu boda y pedirle al Señor que bendiga tu matrimonio; pero ¡cuánto mejor sería haber consultado a Dios durante todo el proceso para decidir tu vocación y con quien te quieres a casar!
En las Escrituras, hay una palabrita hebrea importante que a menudo pronuncian los amigos especiales de Dios como Abraham, Moisés, Samuel, Isaías y María: “¡Hineni! ¡Aquí estoy!” Así que, si queremos crecer en obediencia, digámosle al Señor esta hermosa palabra a menudo, porque a Dios le encanta. Es como decirle: “Aquí estoy, Señor. No huiré de ti, como Adán después de desobedecerte. Aquí estoy para recibir tus órdenes. ¡Aquí estoy, Señor y te quiero obedecer!”